Saturday, February 27, 2010

DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA

28 DE FEBRERO DE 2010

Queridos Hermanos:

El día de hoy se nos recuerda, una vez más, la Divinidad de Jesucristo Nuestro Señor.

Se transfiguro frente algunos de sus apóstoles, quienes fueron testigos de la Gloria de Dios y de, dos de sus amigos más cercanos, Moisés y Elías.

La belleza de esta escena inspira a San Pedro a sugerir que construyeran tres pabellones, evidentemente porque quería permanecer más tiempo en ese lugar. Luego entonces, escucharon la voz de Dios Padre y cayeron postrados sobre la tierra, por temor.

Esta es la gloria de Dios que le espera a todos los que aman a Jesucristo. Así como se manifiesta la inmensa gloria de Dios para nosotros, de igual manera caeremos postrados como lo hicieron los apóstoles, por temor al conocer nuestras debilidades y pobreza. Nuestra naturaleza humana, debilitada por el pecado es incapaz de apreciar la belleza de Dios, sin alguna gracia especial.

De esta manera Dios, en su inmensa misericordia por nosotros, permanece oculto para que no muramos ante su presencia cara a cara, de la misma manera como ocultó todo su esplendor y gloria ante los apóstoles, una vez más.

Tenemos a Jesucristo Nuestro Señor, oculto ante nuestra mirada, en el Santísimo Sacramento del altar, a menos que huyamos de Su presencia por temor. Dios esta tan determinado a que nos unamos a Él y al ver que somos tan incapaces de lograr esto por nosotros mismos, se ha rebajado a nuestro nivel. Permanece oculto ante el orgulloso y poderoso en este mundo y encuentra gran consuelo y regocijo al mostrarse ante el humilde y sencillo de corazón.

Luego entonces, debemos ver con los ojos de la fe. Es en la total confianza en Dios que podemos llegar a Él y con gran esperanza que podemos esperar verlo cara a cara y no ser aniquilados en el proceso. Pero sobre todo debe ser por amor a Él.

La transfiguración, nos ha sido relatada nuevamente para permanecer esta gloriosa esperanza viva en nuestra alma, para darnos una mayor fe y amor, para que tengamos la fuerza y el valor para cargar nuestras cruces y sufrimientos en esta vida, de una manera más digna.

San Pablo nos señala en la epístola de hoy, como lograr esto. Dios quiere nuestra santificación absteniéndonos de la fornicación. Debemos aprender a mantener nuestros cuerpos en santificación y honor y no es pasiones desordenadas ni lujuriosas, como quienes no conocen a Dios.

En nuestros negocios debemos ser honestos sin reservas. ¿Por qué? Porque Dios es el justo vengador de todas estas cosas. Dios no nos ha llamado a las impurezas sino a unirnos a la santificación de Nuestro Señor Jesucristo.

Al disciplinarnos, nosotros mismos, en estas dos áreas, permitimos a la gracia de Dios limpiar y santificar nuestra alma de manera efectiva. Aquí es donde inicia nuestra pureza y unión cada vez más próxima y cercana a Dios.

Conforme esta santificación transforma nuestra mente, corazón y alma, el manto que cubre nuestra cara es poco a poco removido, permitiendo con gran privilegio ver la gloria de Dios, sin ser golpeados mortalmente por temor.

En la Sagrada Eucaristía percibimos belleza, santidad y bondad al grado de liberarnos del pecado, particularmente del horrendo pecado de impureza, mentira e infidelidad.

En nuestro examen de conciencia pedimos a Dios nos ilumine a reconocernos tal y como somos, dándonos el valor y la humildad para confesar nuestros pecados para poder recibir el perdón y la absolución. En la confesión nos liberamos de la pesada carga del pecado y nos vamos con el alma purificada, ansiosa de la gracia de Dios y si perseveramos en esta estado somos gradualmente unidos a la gran montaña de nuestra fe donde ya no será pan en el altar lo que sostendremos, sino la gloria y magnificencia resplandeciente de Dios.

En la Sagrada comunión existe una cierta comunicación intima entre Dios y el alma escogida para ello, en ese particular momento. Por un instante somos testigos de lo que nos espera en el Cielo. Cristo se transfigura ante nosotros. En la belleza de este momento, somos movidos, al igual que san Pedro al decir “Es bueno estar aquí”, y también deseamos preservar este momento para siempre. Construyamos pabellones para no tener que regresar a casa.

Sin embargo, debido a la debilidad de nuestra naturaleza caída por el pecado, así como se incrementa la gloria de este momento, la alegría y regocijo dan lugar al temor y conocimiento de nuestra miseria, y al levantar nuestra mirada volvemos a los mismos vicios de siempre. Nos amonestamos por permanecer callados a pesar de las gracias que hemos recibido, a menos que todo sea una fantasiosa imaginación.

Pero al final de todo, no podemos olvidar las cosas que experimentamos dentro de nuestra alma. Esto debe darnos fuerza y valor para continuar en nuestra búsqueda por la perfección al abrazar nuestras penas, cruces y sufrimientos, todo por amor a Dios.

Así sea.