En el nombre del Señor, Padre e Hijo y Espíritu Santo Amén.
A todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres; a cuantos habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: mis respetos con reverencia, paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor.
Puesto que soy siervo de todos, a todos estoy obligado a servir y a suministrar las odoríferas palabras de mi Señor. Por eso, recapacitando que no puedo visitaros personalmente a cada uno dada la enfermedad y debilidad de mi cuerpo, me he esto comunicaros, a través de esta carta y de mensajeros, las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida (Jn 6,64).
La Palabra encarnada
Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad.
Y, siendo El sobremanera rico (2Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza. Y poco antes de la pasión celebró la Pascua con sus discípulos, y, tomando el pan, dio las gracias, pronunció la bendición y lo partió, diciendo: Tomad y comed, esto es mi Cuerpo (Mt 26,26). Y, tomando el cáliz, dijo: Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados (Mt 26,27).
A continuación oró al Padre, diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra (LC 22,44). Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39). Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (cf. lPe 2,21).
Y quiere que todos seamos salvos por El y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por El, aunque su yugo es suave, y su carga ligera (cf. Mt 11,30).
Los que no quieren gustar cuán suave es el Señor (cf. Sal 33,9) y aman más las tinieblas que la luz (Jn 3,19), no queriendo cumplir los mandamientos del Señor, son malditos; y de ellos dice el profeta: Malditos los que se apartan de tus mandamientos (Sal 118,21). En cambio, ¡oh, cuán dichosos y benditos son los que aman a Dios y obran como dice el Señor mismo en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a si mismo! (Mt 22,37.39)
Los que hacen penitencia. -Exhortaciones generales
Amemos, pues, a Dios y adorémoslo con puro corazón y mente pura, porque esto es lo que sobre todo desea cuando dice: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23). Porque todos los que lo adoran, es preciso que lo adoren en espíritu de verdad (cf. Jn 2,24). Y dirijámosle alabanzas y oraciones día y noche (Sal 31,4), diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos (Mt 6,9), porque es preciso oremos siempre y no desfallezcamos (LC 18,1).
Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre (cf. Jn 6,55.57), no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5). Pero cómalo y bébalo dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y bebe su propia sentencia no reconociendo el cuerpo del Señor (lCor 11,29), es decir, sin discernirlo. Hagamos, además, frutos dignos de penitencia (LC 3,8). Y amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos (cf. Mt 22,39). Y si alguno no quiere amarlos como a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el bien.
Mas los que han recibido la potestad de juzgar a otros ejerzan el juicio con misericordia, como ellos mismos desean obtener misericordia del Señor. Pues juicio sin misericordia tendrán los que no hacen misericordia (Sant 2,13). Tengamos, por lo tanto, caridad y humildad; y hagamos limosna, porque ésta lava las almas de las manchas de los pecados (cf. Tob 4,11; 12,9). Los hombres pierden todo lo que dejan en este siglo; pero llevan consigo la recompensa de la caridad y las limosnas que hicieron, por las que recibirán del Señor premio y digna remuneración.
Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados (Eclo 3,32), Y de la demasía en el comer y beber, y ser católicos. Debemos también visitar con frecuencia las iglesias y tener en veneración y reverencia a los clérigos, no tanto por lo que son, en el caso de que sean pecadores, sino por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican sobre el altar y reciben y administran a otros. Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlos y no otros.
A los religiosos
Y de manera especial los religiosos, que renunciaron al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin omitir éstas. Debemos aborrecer nuestros cuerpos con sus vicios y pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: todos los males, vicios y pecados salen del corazón (Mt 15,18 - 19; Mc 7,23). Debemos amar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos tienen odio (cf. Mt 5,44; LC 6,27).
Debemos guardar los preceptos y consejos de nuestro Señor Jesucristo. Debemos, igualmente, negarnos a nosotros mismos (cf. Mt 16,24) Y poner nuestros cuerpos bajo el yugo de la servidumbre y de la santa obediencia, según lo que cada uno prometió al Señor. Y nadie esté obligado por obediencia a obedecer a alguien en lo que se comete delito o pecado.
Pero aquel a quien ha sido encomendada la obediencia y que es tenido por mayor, sea como el menor (Lc 22,26) y siervo de los otros hermanos. Y con cada uno de los hermanos practique y tenga la misericordia que quisiera que se tuviera con él si estuviese en caso semejante. Tampoco se deje llevar de la ira contra el hermano por algún delito suyo, sino con toda paciencia y humildad amonéstelo y sopórtelo benignamente.
No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino, más bien, sencillos, humildes y puros. Y hagamos de nuestros cuerpos objeto de oprobio y desprecio, porque todos por nuestra culpa somos miserables y podridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: Soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección de la plebe (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios (1Pe 2,13).
Dichosos los que perseveran
Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (Cf. Mt 5,45), cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo (cf. ICor 6,20) por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros (cf. Mt 5,16
¡Oh, cuan glorioso es tener en el cielo un padre santo y grande! ¡Oh, cuán santo es tener un esposo consolador, hermoso y admirable. ¡oh cuan santo y cuan amado es tener a un tal hermano e hijo agradable, humilde y pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable! El cual dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros, diciendo: Padre Santo, guarda en tu nombre a los que me diste (Jn 17,11). Padre todos los que me diste en el mundo, tuyos eran y me los diste a mí (Jn 17,6).
Y las palabras que me diste, a ellos se las di; y ellos las recibieron, y conocieron verdaderamente que de ti salí y creyeron que tu me enviaste (Jn 17,11); ruego por ellos y no por el mundo (cf. Jn 17,9); bendícelos y conságralos (Jn 17,17). También yo me consagro por ellos, para que ellos sean consagrados (Jn 17,19); bendícelos y conságralos (Jn 17, 17). También yo me consagro por ellos, para que ellos sean consagrados (Jn 17,19). Y quiero, Padre, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria (Jn 17,24) en tu reino (Mt 20,21).
A quien tanto ha soportado por nosotros, tantos bienes nos ha traído y nos ha de traer en el futuro, toda criatura del cielo y de la tierra, del mar y ce los abismos, rinda como a Dios alabanza, gloria, honor y bendición (cf. Ap .5,13) porque él es nuestra fuerza y fortaleza, el solo bueno, el solo altísimo, el solo omnipotente, admirable, glorioso, y el solo santo laudable y bendito por los infinitos siglos. Amen.
Los que no hacen penitencia
Pero en cambio, todos aquellos que no llevan vida en penitencia ni reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo; y que ponen por obra vicios y pecados; y que caminan tras la mala concupiscencia y los malos deseos y no guardan lo que prometieron; y que sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo, y con las preocupaciones de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen (cf. Jn 8,41), son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo.
No tienen sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada (Sal 106, 27). Ven, conocen, saben y practican el mal, y a sabiendas pierden sus almas.
Mirad, ciegos, engañados por nuestros enemigos, la carne, el mundo, el diablo, que al cuerpo le es dulce cometer pecado y amargo servir a Dios, pues todos los males, vicios y pecados, del corazón del hombre salen y proceden (cf. Mc 7,21.23), Como dice el Señor en el Evangelio. Y nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Pensáis poseer por mucho tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrán el día y la hora que no recordáis, desconocéis e ignoráis.
Se enferma el cuerpo, se acerca la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo: -Dispón de tus bienes.
Ved que su mujer, y sus hijos, y los parientes, y amigos fingen llorar. Y, al mirarlos, los ve llorar, se siente movido por un mal impulso, y, pensándolo entre sí, dice:
Pongo en vuestras manos mi alma, y mi cuerpo, y todas mis cosas.
Verdaderamente es maldito este hombre que en tales manos confía, y expone su alma, y su cuerpo, y todas sus cosas; de ahí que diga el Señor por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre (Jer 17,5).
Y en seguida hacen venir al sacerdote, y éste le dice: -¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados? Responde: -Lo quiero.
-¿Quieres satisfacer con tus bienes, en cuanto se pueda, los pecados cometidos y lo que defraudaste y engañaste a !os demás? Responde: -No.
Y el sacerdote le dice: -¿Por qué no? -Porque todo lo he dejado en manos de los parientes y amigos.
Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable. Pero sepan todos que, donde sea y como sea que muere el hombre en pecado mortal sin haber satisfecho, si, pudiendo satisfacer, no satisface, arrebata el diablo el alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, que nadie puede conocer, sino el que la padece. Y todos los talentos, y el poder, y la ciencia, que creía tener (cf. Lc 8,18), le serán arrebatados (Mc 4,25).
Y lega a sus parientes y amigos su herencia, y éstos se la llevarán, se la repartirán y dirán luego: -Maldita sea su alma, pues pudo habernos dado y ganado más de lo que ganó.
El cuerpo se lo comen los gusanos. Y así pierde cuerpo y alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin.
Ruego final y bendición -En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y suplico, en la caridad que es Dios (cf. Jn 4,16) y con el deseo de besaros los pies, que os sintáis obligados a acoger, poner por obra y guardar con humildad y amor estas palabras y las demás de nuestro Señor Jesucristo. Y a todos aquellos y aquellas que las acojan benignamente, las entiendan y las envíen a otros para ejemplo, si perseveran en ellas hasta el fin (Mt 24,13), bendíganles el Padre, y el Hijo, y el Espíritu.