Saturday, January 22, 2011

DOMINGO 3ro. DESPUÉS DE EPIFANÍA

23 DE ENERO DE 2011

Queridos Hermanos:

En la lectura del evangelio de hoy, somos testigos de dos milagros realizados por Nuestro Señor Jesucristo: La curación del leproso y la del sirviente del Centurión.

El leproso acude a Jesucristo y primeramente lo adora antes de pedirle algún favor.

Este es un punto muy importante de esta lección y que frecuentemente es ignorado. Lo primero que este hombre hizo, fue reconocer a Jesucristo como Dios. Le dice:

“Señor, si Tú quieres, puedes sanarme”

Sólo Dios tiene tal poder. No le pide a Jesucristo interceder por él, o pedir algo, o aplicar algún tipo de remedio para sanarlo. Es claro que reconoce a Jesucristo como Dios y con el poder de hacer todas estas cosas. De igual manera podemos ver que no existe una manera especial de petición.

Es una declaración y reconocimiento del poder de Jesucristo. Básicamente lo que está diciendo es: Jesucristo, si quieres puedes recuperarme la salud, curarme de esta enfermedad. Este es un acto profundo de fe.

Es también importante que notemos que al no hacer una petición formal, está esencialmente confiando completamente en Dios. Dios sabe lo que es mejor para nosotros, por lo que al momento de hacer nuestras peticiones debemos reconocer esto, tal y como nos lo demostró Jesucristo en la oración del Huerto de los olivos. “Señor si es posible, que pase este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Está claro que no tenemos ni las más mínima idea de lo que es mejor para nosotros, por lo que debemos siempre pedir como lo hizo nuestro Señor Jesucristo, y como vemos que lo hace el leproso. Sin mucha insistencia sobre nuestros propios deseos y voluntad, sino con total resignación a la voluntad de Dios.

Jesucristo escucha y reconoce la petición del leproso cuando le dice. “Quiero” agregando “queda limpio” lo que nos demuestra que, lo que Dios desea se hace realidad. Todo lo que se necesita es que Dios lo quiera para que así se realice. Para que no exista duda, al mismo tiempo, Jesucristo extiende su mano y toca al leproso.

Jesucristo hizo lo que estaba prohibido, tocar a un leproso. Esta ley fue establecida para evitar la propagación de tal enfermedad. Evidentemente, lo que toca Dios no surte el miso efecto que lo que toca el hombre. En lugar de que la enfermedad contamine lo limpio con que ha tenido contacto, vemos completamente suceder lo opuesto. Lo limpio limpia lo contaminado. Para lo limpio todo está limpio. Por lo que podemos entender la razón por la que, Jesucristo hace a un lado muchas reglas del Antiguo Testamento relativas a la limpieza e impurezas. Las otras naciones de gentiles, son todas limpias en Jesucristo. Vemos que todos los alimentos están limpios y aceptables para nuestro consumo, ya en el Nuevo Testamento. Parece que muchas naciones han ya perdido la dirección de este punto.

Todo lo que Dios ha hecho y nos ha dado, es bueno. Es el mal uso que hacemos de estas cosas que las convierte en malas. No estamos contaminados tanto por las cosas a nuestro alrededor, la contaminación viene de nosotros mismos. No es lo que entra en el hombre que lo contamina sino la maldad que sale del corazón de este.

El inocente y humilde no ve la maldad mientras que el corrupto y profano ampliamente lo ve manifiesto. El que se encuentra limpio se aísla de la contaminación al no haber maldad en su corazón. Todo lo que recibe lo ve como algo bueno, aún lo malo es convertido en algo bueno para ellos. Para el profano, toda la putrefacción la multiplica y la hace suya, para extenderla en toda la maldad a su alrededor. De esta manera la maldad crece en el mundo y en el corazón del hombre.

El inocente y limpio, recibe y da sólo lo que es bueno, incrementando la bondad a su alrededor y en su interior.

El Centurión hace una profesión de fe muy similar.

“tan sólo di una palabra y quedará curado mi criado”

Todo que se requiere es que Jesucristo así lo desee para que se convierta en realidad. Este segundo milagro refuerza la lección dada en el primero. Jesucristo no pide por nosotros, ni aplica un remedio natural; Jesucristo es Dios por lo tanto, todo lo que tiene que hace es querer para que así sea hecho.

Cuando Dios habla toda la creación escucha y obedece en consecuencia.

No existe ninguna otra virtud más importante, que no debemos olvidar, cuando escuchamos al Centurión decir: “Señor no soy digno de que Tú entres en mi casa” el verdadero y humilde reconocimiento de nuestra propia miseria ante Dios, es lo que le place.

En el reconocimiento de esta situación de no merecer nada, nos ponemos en las manos de Dios para que se haga Su voluntad. Es verdad que somos pecadores y por lo tanto no merecemos las gracias que Dios nos manda, por lo que en todas las Misas, la Iglesia, nos recuerda estas mismas palabras y sentimientos. “no soy digno”. En este estado de verdadera humildad esperamos, al igual que el leproso y el Centurión, la salud y curación, de nuestros sufrimientos.

Aprendamos antes que todo lo demás, a adorar a Jesucristo como Dios para después con humildad presentar nuestras necesidades, con paciencia y resignación a SU santa voluntad, confiando y creyendo que todo lo que sucede, sucede por el beneficio de quienes aman a Dios.

Así sea.