1 AGOSTO DE 2010
Queridos Hermanos:
El hombre humilde fue justificado mientras que el orgulloso no lo fue. La gracia de Dios, es la que siempre inicia el proceso hacia el perdón. Sin la gracia inicial que Dios nos da, no seriamos capaces de reconocer la miserable situación de nuestra alma y la necesidad por cambiar.
Todo pecador que ha experimentado los remordimientos de su conciencia seguidos del arrepentimiento por sus actos pecaminosos, ha experimentado la gracia de Dios.
Lamentablemente muchas personas se imaginan que este remordimiento viene de ellos mismos, no reconocen que es un don de Dios al pensar que todavía les queda algo de bueno en sí mismos, ni aún después de reconocer que, están en pecado mortal. Es decir que su alma está muerta.
Esta vanidad se convierte en un obstáculo para el perdón, puede llevarlos hacer penitencia, sin embargo no son, lo suficientemente humildes, como deberían serlo.
En nuestras confesiones debemos procurar la perfecta contrición, motivada por el amor a Dios. Sin embargo, la contrición perfecta no es tan común como debería serlo. Muchos se engañan al creer que la poseen cuando están muy lejos de esta. Tales personas se asemejan mucho a los fariseos de los que nos habla el evangelio de hoy. Mientras que veían con desprecio a los demás hombres, se imaginaban ser ellos quienes tenían el verdadero amor por Dios. Cuando se dan cuenta de algunos de los pecados que han cometido, se imaginan que el dolor que sienten por estos en su conciencia, se basa en el gran amor que sienten por Dios, en lugar de verlo como una gracia especial inmerecida que es enviada por Dios.
La contrición imperfecta por otro lado, es el mínimo requisito indispensable para el sacramento de la confesión, es decir cuando estamos arrepentidos por temor al castigo que nuestros pecados nos acarrean. Esta es igualmente una gracia inmerecida que Dios nos manda.
Mientras que busquemos con mayor perfección la verdadera contrición de nuestros pecados, debemos al mismo tiempo, cuidarnos de no caer en la vanidad y el orgullo.
Debemos tener cuidado de no caer en el gran vicio de la presunción que nos señala que nuestra contrición es motivada por el gran amor que sentimos por Dios y empecemos a creer ser alguien de valor, cuando en realidad no somos nada.
Las gracias y bendiciones de Dios, vienen a nosotros sin ningún mérito de parte nuestra. Recibimos la gracia de la fe, creeos lo que Dios nos ha revelado por que El nos lo ha revelado. No podemos encontrar o merecer esta gracia. Viene a nosotros como un regalo de Dios que o bien lo aceptamos, lo rechazamos o cooperamos con ella. Dios nos ha dado todo lo que necesitamos para, de manera reciproca cooperar con Su gracia.
La gracia de la esperanza nos llena del deseo de que Dios continúe siendo generoso con nosotros, nos perdone y nos de todo lo que necesitamos para recibir y cooperar con Su gracia para un día obtener la recompensa de la gracia de la felicidad eterna en el Cielo.
La gracia del amor es una de las mayores virtudes, ya que ésta continúa por toda la eternidad. Esta es de igual manera sin mérito de nuestra parte, nos es dada para que una vez que cooperemos con esta se incremente y fortalezca en nuestra alma. Dios nos da la gracia primera y si nosotros cooperamos con ésta, nos enviara una segunda y si cooperamos con esta, nos va a mandar más y más hasta llegar al grado máximo del amor que nos una con El en el Cielo.
Este proceso es frecuentemente comparado con la elaboración de una cadena; Dios nos da el primer eslabón y, al cooperar nosotros, unimos el segundo y así sucesivamente hasta llegar al Cielo.
Este proceso es igualmente obstaculizado por nuestra vanidad y orgullo. Una vez que olvidamos que toda gracia viene de Dios y, empezamos a creer que viene de nosotros mismos, que son méritos nuestros, interrumpimos con esto, la cadena de gracias.
El fariseo del que nos habla el evangelio de hoy creyó que, el mérito era de él sólo y no encaminado por la gracia de Dios, convirtiéndose de esta manera en ladrón y mentiroso. Trata de robar el crédito y honor que le pertenece sólo a Dios y, miente al pensar que todo se debe a mérito propio.
El publicano que lo único que veía y reconocía como suyo, era el pecado, aseguraba que cualquier cosa buena en el no era propia sino de la obra de la mano de Dios. Esta humildad (honestidad y verdad) es lo que le mereció la misericordia y la justificación de Dios.
Aprendamos de esta parábola que, cualquier cosa buena que haya en nosotros, es un don de Dios y todo mal que nos acompaña merito nuestro. En esta actitud humilde golpeemos nuestro pecho como el publicano, rogando la misericordia de Dios, para ser dignos y merecedores de recibir el siguiente eslabón en esta cadena de gracias.
Así sea