5 DE AGOSTO DE 2012
Queridos hermanos:
Ya hemos escuchado lo necesario que es hacer oración y sobre todo permanecer en ella; por eso nuestra Santa Madre la Iglesia, ha seleccionado un texto del evangelio que nos ha de enseñar a orar.
Dios odia y detesta al orgulloso y ama al humilde. Todo aquel que se enaltece será humillado y viceversa todo aquel que se humilla será alabado.
El fariseo, acude a orar, pero lo hace para sí mismo y no con Dios. Aunque este hombre tenga muchas obras justas a su favor, falla en acudir realmente a Nuestro Señor. Es como si hubiera sacado a Dios de su oración. Envuelto en sus acciones no se detiene a pensar que todo lo ha hecho, gracias a Dios. Se cree capaz de hacer todo sólo y no ve la necesidad de la ayuda de Dios.
Existen muchos en este mundo, que se comportan como el fariseo creyendo que no necesitan nada de Dios. Por lo tanto no se detienen para nada a orar. Creen haber creado sus propias vidas y no necesitar a Dios para nada. Lo que es más lamentable es que viven como si Dios no existiera. Si acuden a la Iglesia y hacen oración, es sólo para sí mismos y para que los demás los vean.
Como los fariseos, son ahora sus buenas obras, unidas en oración al vicio de su orgullo. Siendo este vicio el que destruye y elimina a todas las demás acciones buenas que se hayan podido cometer, dejándolas sin valor ante Dios. Es por lo tanto primordial que luchemos en contra de este vicio siempre y en todo momento, especialmente con la oración.
Por otra parte, vemos la oración del Publicano. Este hombre no tiene buenas obras que lo acompañen en sus oraciones o decide no mencionarlas. Todo lo que presenta a Dios, son sus pecados. Su oración en simple: “Señor ten misericordia de este pobre pecador”. La única obra buena que tiene es su humildad.
La cual es más agradable a Dios que todas las demás virtudes. No se compara con nadie, se presente ante Dios completo y sólo, al considerar lo que es en sí mismo delante de Dios y lo que Dios espera de él.
Con frecuencia y aún en nuestros propios días tendemos a compararnos con nuestro prójimo. Es fácil ver las faltas de este y concluir que somos mejores al no tener sus faltas particulares. Sin ponernos a pensar que Dios da Su gracia de diferente manera y espera resultados diferentes, y que tal vez nuestras faltas son mayores a las de nuestro prójimo. Si este hubiera recibido las gracias que hemos nosotros recibido, tal vez serían mejores personas que nosotros.
Necesitamos un modelo o forma con quien comparar nuestra acciones, razón por la que Cristo vino a este mundo. Veámoslo para considerar de que manera tan miserable hemos fallado, es igualarlo.
Nuestro objetivo como nos lo dice Cristo es ser perfectos, porque nuestro Padre Celestial, lo es. (San Mateo 5:48). Al ver nuestra vida con la de Dios, nos damos cuenta el gran abismo que existe entre ambas; sin importar cuantas virtudes tenemos, nunca seremos tan buenos como debemos serlo, siempre pudimos haber hecho mejor. Con esta forma de pensar ante nuestros ojos, no es difícil poner la virtud de la humildad en práctica, la cual es, más agradable a Dios, que las demás.
El hombre que aclama sus buenas obras, es como si estuviera desafiando a Dios para que le encontrara alguna falta, lo cual puede hacer sin ninguna dificultad; por otro lado el hombre humilde sólo muestra, a Dios, sus faltas, lo cual motiva a Dios para manifestarle lo bueno que ha hecho.
Por lo tanto no necesitamos llevar un registro de nuestras buenas obras, ya que Dios ya lo ha hecho. Cuando hemos bien obrado no descansemos en ello y nos llenemos de orgullo, más bien olvidémoslo o mejor aún, consideremos que hemos fallado también en esto, ya que pudimos haberlo hecho mejor.
Esta es la verdad más obvia y la que nos mantendrá humildes. Es esta virtud, la que agrada a Dios y que hace nos alabe; mientras que humilla al orgulloso. Debemos por lo tanto, nunca glorificarnos sino sentirnos como lo que somos, humildes, dejando a Dios que haga con nosotros según Su parecer, y que nos elogie, si ve algo bueno en nosotros.
Cuando las buenas obras son envueltas por el orgullo todo se arruina y se hace nada ante Dios. Cuando nuestros pecados están acompañados de nuestro arrepentimiento y humildad, Dios realmente los limpia y sitúa la bondad en su lugar.
¡Qué maravillosos sería que juntemos la humildad con las buenas obras!
Al combinar estas dos virtudes estaremos seguros de encontrarnos complacientes a Dios.
Así sea.