21 DE NOVIEMBRE DE 2010
Queridos Hermanos:
Este es el último domingo después de pentecostés. El cierre del año litúrgico, por lo tanto es apropiado que consideremos el fin de nuestra vida en este mundo y consecuentemente el fin del mundo mismo.
Para la mayoría de la gente pensar esto es algo que les ocasiona mucho temor o por lo menos desagrado. Para el verdadero seguidor de Jesucristo esto no debe causarles ni temor ni tristeza. Debemos recordar cuando nuestro Señor les dice a sus apóstoles que deberían estar felices porque El regresaba al Padre “Os conviene que yo me vaya” (San Juan 16,7) Todo lo que Dios tiene preparado para nosotros es para nuestro propio beneficio.
Tenemos temor a lo desconocido y por lo tanto tememos la eternidad y el final de esta vida. Nadie está seguro de su salvación eterna, a menos que haya recibido una revelación Divina. Por lo tanto tendemos al temor y la incertidumbre. Esto es debido a nuestro amor propio.
Si verdaderamente amamos a Dios nuestro deseo es que se haga SU voluntad. El fin de esta vida es su voluntad, tal vez para nosotros aparezca como algo dañino, sin embargo todo debe ser por el gran honor y gloria de Dios. Nuestro amor por Dios nos mueve hacer todo lo que sea por Su honor y gloria aún si es a consecuencia de un poco de sufrimiento y dolor de nuestra parte.
Vemos este sentimiento en la vida de los santos. San Pablo dice: “porque desearía ser yo anatema de Cristo, por mis hermanos, mis deudos según la carne” (Romanos 9,3)
Hace esta declaración tan fuerte no porque quiera separarse de Cristo, sino porque tiene tanto amor por Dios. San pablo ama tanto a Cristo que está dispuesto a ser separado eternamente de Él, sí al hacer esto da honor y gloria a Dios por la conversión de los judíos.
Es realmente, este olvidarse de uno mismo, por amor de Cristo que encontramos la verdadera alegría y fuerza para desear que la palabra de Cristo se cumpla.
La verdadera caridad no nos permite evadir nuestras responsabilidades y obligaciones, pero si nos une cada vez más a desear y hacer todo por el honor y gloria de Dios, olvidándonos parcialmente de nosotros mismos. Podremos ser llevados al punto de sufrir los mayores sufrimientos posibles si esto complace a Dios.
En estos sentimientos de Caridad podemos basar nuestra mirada sobre el final de esta vida, al juicio final, donde Dios será honrado y glorificado. Todo temor se derrite ante tal fuego de la caridad.
Lo que es tal vez, más maravilloso, es que con tal fuego de la caridad ardiente, se hace imposible que tal alma sufra la separación eterna de Dios. Esta caridad borra gran cantidad de pecados. Se hace santa y complaciente a Dios y Su justicia, misericordia, honor y la glorificación en la salvación recompensa de tales almas.
Mientras que la destrucción de esta vida, como la conocemos, es realmente escalofriante desde esta perspectiva, es muy reconfortante y motiva desde una mirada espiritual. La vida sobrenatural de la caridad elimina todos los temores y dudas llenando el alma de alegría al ya no ser ofendido Dios por nuestros pecados y porque será eternamente honrado y glorificado con el amor de Sus ángeles y santos.
El cumplimiento de nuestras promesas bautismales tomará posesión en este momento. Toda nuestra razón de ser, estará completa. Hemos sido creados por un solo propósito: dar honor y gloria a Dios. Recordemos las lecciones simples de nuestro catecismo: “Dios me ha creado para ser feliz con El en el cielo”. “Para ser feliz con Dios en el cielo, debo conocerlo, amarlo y servirlo en este mundo”.
Debemos entregarnos completamente a Dios y repetir en toda nuestra vida, el fiat de Nuestra madre Santísima. Con todos los santos, debemos replicar a Dios con los corazones inflamados de caridad: “soy tuyo Dios y Señor mío, has conmigo lo que te Tú quieras”. Es en esta actitud que venceremos el temor de la eternidad. Es esta disposición que nos cause olvidarnos de nosotros mismos y sólo nos interesa el honor y gloria de Dios.
Al olvidarnos de nosotros y poner a Dios ante todo, Dios toma en sus manos nuestra propia salvación. Para estar al cuidado de nosotros como lo estamos nosotros de Él, bendiciéndonos de manera reciproca.
En toda verdad, digámoslo bien, es Dios quien se ha dado completamente a nosotros para que podamos de manera reciproca entregarnos a Él. En todo verdadero amor el uno se preocupa por el otro sin importar las consecuencias para sí mismo. Luego entonces, los que aman a Cristo no tienen temor del final de esta vida sino que la buscan con gran anticipación.
Así sea.