Saturday, November 7, 2009

DOMINGO 23 DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

8 DE NOVIEMBRE DE 2009

Queridos Hermanos:

En el evangelio de hoy nos damos cuenta de dos de los milagros que realizó nuestro Señor Jesucristo.

El primero es en relación a la mujer que padecía un flujo de sangre. Debido a la enfermedad, ésta pobre mujer era considerada impura y por lo tanto se le prohibía disfrutar de la mayoría de los placeres de este mundo. Gastó, todo su dinero en consultar doctores y probar todos los remedios, sólo para enterarse que su situación se agravaría cada vez más. Marginada, reducida a una pobreza extrema, y castigada con una enfermedad mucho mayor, esta mujer es abandonada sin recursos ni ayuda.

Para la mayoría de la gente, esto es visto como una gran maldición, sin embargo, para Dios, es una tierra fértil en la que nacería una fe extraordinaria. Las gracias que esta mujer recibió de Dios, de manera abundante, compensaron todos los sufrimientos por los que tuvo que pasar. Escuchar las palabras de aliento, salud y consuelo de nuestro Señor Jesucristo es de infinito valor. Sufrir lo que esta mujer sufrió (aun multiplicando sus dolores) no es nada, cuando se compara con la recompensa que recibió.

¿Cuántas veces, nosotros mismos, pensamos que nuestras vidas no son justas? ¿Qué Dios no es justo con nosotros? Cuando somos invitados a recibir algún sufrimiento, dificultad o enfermedad física, la consideramos como demasiado para nosotros. ¿Qué son nuestros sufrimientos personales, comparados con los de esta mujer? ¿Cuánto, más que nosotros han sufrido los santos y héroes de la Iglesia? ¿Dónde quedan nuestros sufrimientos comparados con los de ellos?

Nuestras quejas nos hacen convictos de un terrible pecado. Nuestra impaciencia y actitud negativa, de cargar con nuestras cruces, son un insulto a Dios nuestro Señor, una acusación blasfema de injusticia y afrenta en contra de Dios. ¿Cuántos se preguntarán, Dios diciendo? ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho para merecer esto? Ó, mi prójimo es peor que yo, ¿por qué el, es recompensado y yo castigado?

Mientras que nuestras cruces nos alejan cada vez más de Dios, debido a nuestras quejas y actitud egoísta, deberíamos poner atención a la situación que esta pobre mujer, de quien nos habla el evangelio, y aprender esta lección tan importante. Si nuestro dolor es agudo o nuestras cruces mayores, debe ser porque nos espera una mayor recompensa, si perseveramos hasta el final. Debemos regresar a Jesucristo, todos nosotros, con el corazón lleno de verdadero arrepentimiento y amor, sabiendo que con sólo tocar su túnica seremos completamente sanados. No necesitamos que nos hable directamente El. Su gracia es superabundante y sólo necesitamos acercárnosle, para ser curados de nuestras enfermedades.

Debemos tener siempre en mente que Dios es Justo, luego entonces, esto nos explicará el por qué de nuestras cruces. Recordemos que Dios es la Sabiduría misma. El sabe la dimensión y peso de nuestras cruces, como conoce nuestra fuerza y habilidad para cargarla. Recordemos también que, puede quitarnos las cruces en cualquier momento y recompensarnos abundantemente por nuestra paciencia y perseverancia.

Con esto en mente, debemos empezar a ver nuestras cruces no como maldiciones, sino, más bien como bendiciones. ¿Dónde estaría la mujer del evangelio, si no hubiera sufrido tanto o aislada en la desesperación? Tal vez no se hubiera jamás acercado a Jesucristo; luego entonces, se quedaría sin recibir la salud y las gracias que la salvarían.

El segundo milagro que nuestro Señor Jesucristo realiza, y que leemos en el evangelio de hoy, consiste en la resurrección de la niña que había muerto.

Nuevamente vemos como la carga pesada de la muerte de su hija, es la ocasión para que este hombre se acerque a Jesucristo para obtener la vida nuevamente a su hija y la gracia, no sólo para ellos sino para todos los que fueron testigos de este milagro. La cruz fue, una fuente abundante de gracia y vida, que se manifestó sólo cuando este hombre, busca y encuentra a Dios.

De esto podemos aprender que no importa que tan grande y pesada sea la cruz que tengamos que cargar o el mal que debamos soportar, Dios puede cambiar todo mal, por bien.

Aún si estamos muertos en el pecado, podemos volver a la vida, nuevamente al llamado de Dios. Esto es un milagro mayor que el resucitar alguien de la muerte física. El alma es mucho más valiosa que el cuerpo. Jesucristo ha dejado este poder a sus apóstoles, para que lo ejerzan en Su nombre. La Iglesia Católica es la única que tiene y conserva esta potestad de realizar este extraordinario milagro en el sacramento de la Penitencia.

Una persona muerta por el pecado necesita acudir a Dios por medio de Sus representantes en este mundo. Lleno de arrepentimiento y humildemente lleno del conocimiento de su miseria, apoyado en la esperanza de los méritos de la muerte y sufrimientos de Jesucristo. Llenos de arrepentimiento, y con el propósito firme de hacer, por amor, todo lo que nos pide Dios.

Al momento en el que un verdadero sacerdote, actuando en nombre de Jesucristo, pronuncia las palabras de la absolución, un gran milagro se realiza: el alma que estaba muerta por el pecado, regresa a la vida.

Conforme cargamos con nuestras cruces, acerquémonos cada vez más a Dios nuestro Señor en Su Iglesia, sacramentos y ministros para recibir la gracia, salud y si es necesaria, la misma salvación eterna.

Que así sea.