Saturday, November 27, 2010

DOMINGO 1ro. DE ADVIENTO

28 DE NOVIEMBRE DE 2010

Queridos Hermanos:

El día de hoy centramos nuestra atención sobre la existencia total de este mundo. Es el inicio del año litúrgico, por lo que debemos estar inspirados a iniciarlo bien, para lograr esto, es necesario que conozcamos las metas y hacia donde nos dirigimos. Luego entonces, nuevamente nuestra atención es puesta en el fin de este mundo.

Mesclado en estas consideraciones, del inicio de los tiempos con su fin, estamos inclinados al deseo de la venida de Jesucristo, Nuestro Señor. El es el centro de todo los tiempos. Desde el momento de la creación, el hombre ha esperado que Dios venga a este mundo. Después de la caída, este deseo de la espera se hubo considerablemente intensificado en el Antiguo Testamento.

Desde el nacimiento de Jesucristo hemos visto claramente como el tiempo se ha dividido y marcado como antes de Su venida y después de Su nacimiento en este mundo. Ahora nosotros debemos estar deseosos de recibirlo en Su segunda venida a este mundo. Como preparación para su primera llegada, la navidad, de la misma manera nos preparamos de manera espiritual para recibirlo en nuestra vida y de esta manera esperar Su regreso al final de los tiempos.

San Pablo, en su carta a los romanos, que leemos en la epístola de hoy, nos da el tono del espíritu que debemos lograr para este adviento:

“Dejemos pues las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, con honestidad; no en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones, no en contiendas no envidias; sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo”.

En esta nuestra preparación para la navidad, es tiempo de sacar de nuestra vida, toda la maldad y todo lo que no es digno de un Hijo de Dios. Debemos renovar las promesas de nuestro Bautismo:

Renunciamos a Satanás y a todas sus obras”.

Hemos ya seguido y escuchado las tentaciones y sugerencias de estos espíritus malignos, por mucho tiempo ya. Ahora es tiempo de una vez por todas hacerlas a un lado y eliminarlas de nuestra vida. Ahora es el tiempo de eliminar todos los malos hábitos.

En nuestro deseo por la venida de Nuestro Señor Jesucristo en nuestra vida, debemos hacer las preparaciones necesarias para que pueda llegar en nuestra alma. A Él no le interesa si tenemos ornamentos finos o caros, o corrientes y acabados. Lo que a Jesucristo Nuestro Señor le interesa es un corazón humilde, lleno de amor.

De manera voluntaria escogió nacer en un humilde establo, por lo que no importa que tan humilde sea nuestro corazón; El, sin duda alguna, lo hará su mansión. Por el contrario, rechazará todo corazón lleno de envidia, orgullo y lleno de amor propio.

Estos no tienen espacio para El. No son bien recibidos. No importa que tanto perfume se ponga, la peste del alma pútrida del pecado, resulta repulsiva para que Dios habite en ella.

Por otro lado la que está llena de humildad, sin importar que tan incómoda pueda aparecer, es el lugar predilecto de Dios para hacer de ella su morada. La clave está en la verdadera humildad.

Cristo Nuestro señor vino a este mundo por los que estaban perdidos, los pecadores. Por lo tanto la primera gracia que da es la de contrición y humildad. Si cooperamos con ella, nuestra alma le será agradable y con gusto habitará en nosotros. Tal vez pensemos que el establo sería un lugar no muy atractivo para hacer Dios de este su morada, pero más bien, rechaza el lugar donde habita, el orgulloso y vanidoso. Lo mismo sucede con nuestra alma; prefiere la humilde y pobre, sobre todas las demás.

Luego entonces, el adviento, es tiempo de penitencia, es tiempo de eliminar los pecados de nuestro pasado y empezar una vida nueva. Es tiempo de buscar, con todo nuestro ser, la venida de Cristo a nuestra alma. Analicemos como fue la espera, en tiempos de la venida física de Nuestro Señor a este mundo, para así esperarla con las mismas ansias, sentimiento de anticipación y deseo pero ahora a nuestra alma, para que la transforme de simples establos en un gran tabernáculo.

Buscamos de igual manera la segunda venida de nuestro señor Jesucristo a este mundo para que ponga total y completo orden. Sacará a todas las almas pecadoras lanzándolas a las profundidades del Infierno por toda la eternidad. Transformará este mundo renovándolo como el paraíso que debió ser desde un principio, cuando Dios lo creo todo.

Hagamos nuestra la amonestación de San Pablo y hagamos de este adviento el mejor de todos los que hayamos pasado. Consideremos todo el tiempo creado y decidamos que ahora es el tiempo aceptable. Ahora es el tiempo de preparar nuestra alma, eliminando por completo todo lo que es repulsivo y ofensivo para Dios.

Que así sea.

Monday, November 22, 2010

DOMINGO 26to. DESPUÉS DE PENTECOSTES

21 DE NOVIEMBRE DE 2010

Queridos Hermanos:

Este es el último domingo después de pentecostés. El cierre del año litúrgico, por lo tanto es apropiado que consideremos el fin de nuestra vida en este mundo y consecuentemente el fin del mundo mismo.

Para la mayoría de la gente pensar esto es algo que les ocasiona mucho temor o por lo menos desagrado. Para el verdadero seguidor de Jesucristo esto no debe causarles ni temor ni tristeza. Debemos recordar cuando nuestro Señor les dice a sus apóstoles que deberían estar felices porque El regresaba al Padre “Os conviene que yo me vaya” (San Juan 16,7) Todo lo que Dios tiene preparado para nosotros es para nuestro propio beneficio.

Tenemos temor a lo desconocido y por lo tanto tememos la eternidad y el final de esta vida. Nadie está seguro de su salvación eterna, a menos que haya recibido una revelación Divina. Por lo tanto tendemos al temor y la incertidumbre. Esto es debido a nuestro amor propio.

Si verdaderamente amamos a Dios nuestro deseo es que se haga SU voluntad. El fin de esta vida es su voluntad, tal vez para nosotros aparezca como algo dañino, sin embargo todo debe ser por el gran honor y gloria de Dios. Nuestro amor por Dios nos mueve hacer todo lo que sea por Su honor y gloria aún si es a consecuencia de un poco de sufrimiento y dolor de nuestra parte.

Vemos este sentimiento en la vida de los santos. San Pablo dice: “porque desearía ser yo anatema de Cristo, por mis hermanos, mis deudos según la carne” (Romanos 9,3)

Hace esta declaración tan fuerte no porque quiera separarse de Cristo, sino porque tiene tanto amor por Dios. San pablo ama tanto a Cristo que está dispuesto a ser separado eternamente de Él, sí al hacer esto da honor y gloria a Dios por la conversión de los judíos.

Es realmente, este olvidarse de uno mismo, por amor de Cristo que encontramos la verdadera alegría y fuerza para desear que la palabra de Cristo se cumpla.

La verdadera caridad no nos permite evadir nuestras responsabilidades y obligaciones, pero si nos une cada vez más a desear y hacer todo por el honor y gloria de Dios, olvidándonos parcialmente de nosotros mismos. Podremos ser llevados al punto de sufrir los mayores sufrimientos posibles si esto complace a Dios.

En estos sentimientos de Caridad podemos basar nuestra mirada sobre el final de esta vida, al juicio final, donde Dios será honrado y glorificado. Todo temor se derrite ante tal fuego de la caridad.

Lo que es tal vez, más maravilloso, es que con tal fuego de la caridad ardiente, se hace imposible que tal alma sufra la separación eterna de Dios. Esta caridad borra gran cantidad de pecados. Se hace santa y complaciente a Dios y Su justicia, misericordia, honor y la glorificación en la salvación recompensa de tales almas.

Mientras que la destrucción de esta vida, como la conocemos, es realmente escalofriante desde esta perspectiva, es muy reconfortante y motiva desde una mirada espiritual. La vida sobrenatural de la caridad elimina todos los temores y dudas llenando el alma de alegría al ya no ser ofendido Dios por nuestros pecados y porque será eternamente honrado y glorificado con el amor de Sus ángeles y santos.

El cumplimiento de nuestras promesas bautismales tomará posesión en este momento. Toda nuestra razón de ser, estará completa. Hemos sido creados por un solo propósito: dar honor y gloria a Dios. Recordemos las lecciones simples de nuestro catecismo: “Dios me ha creado para ser feliz con El en el cielo”. “Para ser feliz con Dios en el cielo, debo conocerlo, amarlo y servirlo en este mundo”.

Debemos entregarnos completamente a Dios y repetir en toda nuestra vida, el fiat de Nuestra madre Santísima. Con todos los santos, debemos replicar a Dios con los corazones inflamados de caridad: “soy tuyo Dios y Señor mío, has conmigo lo que te Tú quieras”. Es en esta actitud que venceremos el temor de la eternidad. Es esta disposición que nos cause olvidarnos de nosotros mismos y sólo nos interesa el honor y gloria de Dios.

Al olvidarnos de nosotros y poner a Dios ante todo, Dios toma en sus manos nuestra propia salvación. Para estar al cuidado de nosotros como lo estamos nosotros de Él, bendiciéndonos de manera reciproca.

En toda verdad, digámoslo bien, es Dios quien se ha dado completamente a nosotros para que podamos de manera reciproca entregarnos a Él. En todo verdadero amor el uno se preocupa por el otro sin importar las consecuencias para sí mismo. Luego entonces, los que aman a Cristo no tienen temor del final de esta vida sino que la buscan con gran anticipación.

Así sea.

DOMINGO 26to. DESPUÉS DE PENTECOSTES

21 DE NOVIEMBRE DE 2010

Queridos Hermanos:

Este es el último domingo después de pentecostés. El cierre del año litúrgico, por lo tanto es apropiado que consideremos el fin de nuestra vida en este mundo y consecuentemente el fin del mundo mismo.

Para la mayoría de la gente pensar esto es algo que les ocasiona mucho temor o por lo menos desagrado. Para el verdadero seguidor de Jesucristo esto no debe causarles ni temor ni tristeza. Debemos recordar cuando nuestro Señor les dice a sus apóstoles que deberían estar felices porque El regresaba al Padre “Os conviene que yo me vaya” (San Juan 16,7) Todo lo que Dios tiene preparado para nosotros es para nuestro propio beneficio.

Tenemos temor a lo desconocido y por lo tanto tememos la eternidad y el final de esta vida. Nadie está seguro de su salvación eterna, a menos que haya recibido una revelación Divina. Por lo tanto tendemos al temor y la incertidumbre. Esto es debido a nuestro amor propio.

Si verdaderamente amamos a Dios nuestro deseo es que se haga SU voluntad. El fin de esta vida es su voluntad, tal vez para nosotros aparezca como algo dañino, sin embargo todo debe ser por el gran honor y gloria de Dios. Nuestro amor por Dios nos mueve hacer todo lo que sea por Su honor y gloria aún si es a consecuencia de un poco de sufrimiento y dolor de nuestra parte.

Vemos este sentimiento en la vida de los santos. San Pablo dice: “porque desearía ser yo anatema de Cristo, por mis hermanos, mis deudos según la carne” (Romanos 9,3) Hace esta declaración tan fuerte no porque quiera separarse de Cristo, sino porque tiene tanto amor por Dios. San pablo ama tanto a Cristo que está dispuesto a ser separado eternamente de Él, sí al hacer esto da honor y gloria a Dios por la conversión de los judíos.

Es realmente, este olvidarse de uno mismo, por amor de Cristo que encontramos la verdadera alegría y fuerza para desear que la palabra de Cristo se cumpla.

La verdadera caridad no nos permite evadir nuestras responsabilidades y obligaciones, pero si nos une cada vez más a desear y hacer todo por el honor y gloria de Dios, olvidándonos parcialmente de nosotros mismos. Podremos ser llevados al punto de sufrir los mayores sufrimientos posibles si esto complace a Dios.

En estos sentimientos de Caridad podemos basar nuestra mirada sobre el final de esta vida, al juicio final, donde Dios será honrado y glorificado. Todo temor se derrite ante tal fuego de la caridad.

Lo que es tal vez, más maravilloso, es que con tal fuego de la caridad ardiente, se hace imposible que tal alma sufra la separación eterna de Dios. Esta caridad borra gran cantidad de pecados. Se hace santa y complaciente a Dios y Su justicia, misericordia, honor y la glorificación en la salvación recompensa de tales almas.

Mientras que la destrucción de esta vida, como la conocemos, es realmente escalofriante desde esta perspectiva, es muy reconfortante y motiva desde una mirada espiritual. La vida sobrenatural de la caridad elimina todos los temores y dudas llenando el alma de alegría al ya no ser ofendido Dios por nuestros pecados y porque será eternamente honrado y glorificado con el amor de Sus ángeles y santos.

El cumplimiento de nuestras promesas bautismales tomará posesión en este momento. Toda nuestra razón de ser, estará completa. Hemos sido creados por un solo propósito: dar honor y gloria a Dios. Recordemos las lecciones simples de nuestro catecismo: “Dios me ha creado para ser feliz con El en el cielo”. “Para ser feliz con Dios en el cielo, debo conocerlo, amarlo y servirlo en este mundo”.

Debemos entregarnos completamente a Dios y repetir en toda nuestra vida, el fiat de Nuestra madre Santísima. Con todos los santos, debemos replicar a Dios con los corazones inflamados de caridad: “soy tuyo Dios y Señor mío, has conmigo lo que te Tú quieras”. Es en esta actitud que venceremos el temor de la eternidad. Es esta disposición que nos cause olvidarnos de nosotros mismos y sólo nos interesa el honor y gloria de Dios.

Al olvidarnos de nosotros y poner a Dios ante todo, Dios toma en sus manos nuestra propia salvación. Para estar al cuidado de nosotros como lo estamos nosotros de Él, bendiciéndonos de manera reciproca.

En toda verdad, digámoslo bien, es Dios quien se ha dado completamente a nosotros para que podamos de manera reciproca entregarnos a Él. En todo verdadero amor el uno se preocupa por el otro sin importar las consecuencias para sí mismo. Luego entonces, los que aman a Cristo no tienen temor del final de esta vida sino que la buscan con gran anticipación.

Así sea.

Saturday, November 13, 2010

DOMINGO 25to. DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

14 DE NOVIEMBRE DE 2010

Queridos Hermanos:

El Evangelio del día de hoy es referente a la tercera parábola, relativa a la semilla, a que hace referencia san Mateo en su Evangelio. En la primera nos habla de la semilla que cae sobre diferentes tipos de tierra. La semana pasada, leímos la segunda parábola, concerniente al trigo que creció y vivió junto a la cizaña hasta el momento de la siega. Ahora nos toca reflexionar sobre la parábola del grano de mostaza. La pequeña semilla que llega a convertirse en un árbol.

Sabemos que las semillas son organismos interesantes y magníficos. Son por una parte, fuertes y resistentes en contra de los ataques hostiles del medio ambiente mientras que aparecen como muy frágiles y delicados especialmente al momento de la germinación. Son pequeños, sin embargo contienen el potencial de grandes plantas capaces de reproducir semillas en sí mismas.

Debemos tomar en cuenta que algunas cosas que son aparentemente pequeñas no son por lo mismo insignificantes. La Iglesia que se inició con Jesucristo fue como una semilla de mostaza, pequeña e insignificante, aparentemente. Frágil, por lo menos ante los ojos de los Judíos, quienes pensaron que podían destruirla crucificando a Jesucristo. De la misma manera como la semilla debe morir a sí misma para convertirse en algo mejor, de igual manera Cristo Nuestro Señor dio Su vida para resucitar con un cuerpo glorificado. Desde ese momento la Iglesia creció sobre la faz de la tierra.

Lo que aparece como pequeño e insignificante ante los ojos de mundo, frecuentemente resulta ser todo lo contrario. Por lo tanto, debemos estar atentos de los inicios en pequeños. La gracia de Dios inicia de manera diminuto en nuestra alma débil pero si cooperamos y nutrimos esta gracia se convertirá no sólo en algo grande sino que nos transformara. De la misma manera el mal por más insignificante que parezca germinara en nuestro corazón y alma creciendo de manera significativa.

La tentación que no se resiste y elimina en su etapa inicial crecerá sin lugar a dudas en un gran tamaño. Se convierte en un deseo, para convertirse en realidad en las palabras, obras y acciones. Estos pecados al no ser evitados frecuentemente se convierten en hábitos y los estos, no evitados se convierten en una “necesidad”. Esa “necesidad”, no evitada, se convierte en desesperación para terminar en la condenación eterna.

Cada paso en este tipo de progreso se convierte en algo cada vez más difícil de detener. Lo mejor es evitarlo desde el inicio. Si deseamos progresar en la vida espiritual debemos cuidadosamente erradicar el pecado, desde la primera tentación.

Debemos aprender a evitar la ocasión que nos lleva a esta tentación, para evitarla o removerla lo más pronto posible. Debemos estar siempre alerta y listos para evitar toda tentación. Debemos ir poco a poco perfeccionando nuestro discernimiento para evitar, sin lugar a dudas, los tropiezos de nuestra alma.

Cometen un grave error quienes piensan que pueden andar en la tentación y no caer en esta, o eliminar su sensibilidad para no ceder y sufrir. Es una tontería ya que sólo hace que la tentación se convierta en algo más intenso, a la persona la hace descuidada y victima fácil de caer.

Por el lado contrario, debemos ser más sensibles a los movimientos de la gracia en nuestra alma ya que existe una gran cantidad de distracciones que nos hacen perder la oportunidad de recibirla. Cuando Dios nos habla, frecuentemente lo rechazamos al estar preocupados con el trabajo, diversiones, entretenimiento, etc. Debemos evitar las preocupaciones aún en nuestras ocupaciones mismas para no estar tan ocupados, y escuchar las inspiraciones que nos manda Dios.

Debemos educar nuestro oído para que escuche la voz de nuestra conciencia, nuestro ángel guardián. Frecuentemente se están comunicando con nosotros. Desafortunadamente casi nunca los escuchamos.

Debemos apreciar el tesoro de estas gracias para buscarlas y procurar no rechazarlas nunca.

Estas pequeñas inspiraciones de la gracia, crecerán como la semilla de mostaza, si le permitimos hacerlo en nuestra alma. Llenaran nuestra mente y corazón para manifestarse en nuestras palabras, obras y acciones. Mientras más las procuremos más encontraremos, mientras más acumulamos mas se incrementara. Estas gracias se manifiestan como virtudes o hábitos buenos, nos llenarán de fe, esperanza y caridad. Finalmente serán el resplandor y florecerán en nosotros al llevarnos a la salvación eterna de la alegría del Cielo.