17 DE JULIO DE 2011
Queridos Hermanos
En la lectura del día de hoy, nos encontramos ante tres tipos o niveles de maldad.
Los Fariseos siguiendo la letra de la Ley sabían que no les era permitido matar.
Nuestro Señor Jesucristo agrega algo más a esta y nos presenta un mandamiento más perfecto. No sólo debemos evitar el asesinato, sino que además debemos evitar los malos pensamientos y palabras ociosas. Es decir que no debemos ser indulgentes con el odio, coraje y las palabras ofensivas. Al adaptarnos a este nuevo mandamiento practicamos de una manera más perfecta la virtud y nos hacemos más justos que los fariseos.
Con frecuencia somos tentados a creernos justos o buenos al no haber físicamente lastimado a alguien –aún cuando trabajamos arduamente con maldad sobre alguien o hemos proferido insultos o palabras ofensivas-; Jesucristo nos dice que esto no es suficiente.
Recordemos que nuestros sacrificios u ofrendas son inaceptables por Dios cuando cargamos con tal maldad en nuestra conciencia. Por lo tanto si estamos por ofrecer nuestras ofrendas a Dios; y recordamos que tenemos algo en contra de nuestro hermano, debemos primeramente ir a reconciliarnos con este antes de poder acercarnos a Dios.
¿Cómo tenemos la osadía de pedir perdón a Dios, cuando no somos capaces de perdonar a nuestro hermano? Es tonto de nuestra parte, hacer la oración del Padre Nuestro y pedirle a Dios nos perdone de la misma manera que nosotros perdonamos a los que nos ofenden o hacen algún mal, mientras sembramos odio en nuestro corazón.
San Pedro nos recuerda que no debemos devolver mal por mal, abusos por abuso, sino que por el contrario debemos devolver bien por mal. Debemos bendecir y no maldecir a quienes nos hacen mal. Debemos amar a nuestros enemigos y hacerle el bien a quienes han pecado en contra de nosotros.
Nuestro orgullo y vanidad nos sugerirán que es justo y correcto, para nosotros, odiar a los que nos hacen mal y que es bueno que les deseemos el castigo. Olvidando que Dios nos dice de igual forma: “La venganza es Mía, yo la pagare”
No existe la justicia absoluta o igualdad en esta vida, en este lado de la eternidad; la justicia se encontrará en la eternidad precisamente. Después de la muerte primera cuando dejemos este mundo. Es entonces, cuando Dios va a leer, no sólo las acciones sino también las palabras y pensamientos de todos y cada uno de nosotros. Se nos pedirán cuentas, de nuestro corazón para recibir y merecer el castigo o la recompensa.
Hoy día en donde vemos tanta maldad a nuestro alrededor, es difícil contener nuestra así llamada “indignación justa”. Siempre encontramos excusas para ver nuestros malos pensamientos, palabras y obras como algo bueno. Debemos desistir de caer en tales tentaciones.
Debemos condenar todo el mal a nuestro alrededor, debemos amar al pecador que ha caído en estos crímenes. En lugar de maldecirlos debemos orar por ellos para que puedan arrepentirse y regresar a lo bueno. Es relativamente fácil perdonar a los que no nos han lastimado personal o interiormente; pero para los que están cerca de nosotros o quienes nos han lastimado verdaderamente con sus palabras o acciones es mucho más difícil.
Entendiendo esto, debemos estar siempre atentos y en guardia en contra de disfrutar la maldad hacia nuestros enemigos. Debemos constantemente buscar que ellos también sean llamados por Dios a la salvación, como hemos sido nosotros llamados.
Debemos ver que Dios tanto desea la salvación de ellos como la de nosotros. Tal vez más la de ellos.
Para poder lograr esta virtud tan importante necesitamos la gracia de Dios. Por lo tanto debemos constantemente pedir la gracia de la caridad; debemos pedir a Dios la gracia de amarnos los unos a los otros, como Él mismo nos ama.
Es verdad que en este estado sufriremos más abusos e injusticias. El mundo y las almas en la maldad buscaran sacar ventaja sobre nosotros. Sufriremos persecuciones e insultos, pero si los sufrimos por el amor de Dios, o como lo dice san Pedro citando a Nuestro Señor Jesucristo. “Por la justicia misma” entonces seremos verdaderamente bendecidos; seremos merecedores de la recompensa en el cielo; y tal vez nos convirtamos en motivación ó ejemplo para otros, para que se arrepientan y regresen a Dios y de esta manera salvar su alma.
Esto es lo que Dios desea de nosotros, este cuidado por la salvación de uno por el otro. Amarnos como Dios nos ama.
Así sea.