Saturday, September 18, 2010

DOMINGO 17 DESPUÉS DE PENTECOSTES

19 DE SEPTIEMBRE DE 2010

Queridos Hermanos:

El mayor de los Mandamientos es amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente y con toda nuestra alma, es decir, con todo nuestro ser.

Todo lo que tenemos y somos, todas nuestras facultades de cuerpo y alma, han sido creadas para un propósito supremo, amar a Dios. Todo lo demás ocupa un segundo lugar, todo lo demás se nos ha dado para ayudarnos a lograr esta obligación.

Jesucristo Nuestro Señor vino y exigió este amor por El. “Si amas al Padre debes amarme a Mí” y la razón para este amor nos lo demuestra en la pregunta que les hace a los Fariseos. ¿Quién es Cristo y quien es El, el Hijo de David y de igual manera el Señor de David? Los fariseos no pudieron responder a estas preguntas, pero nosotros sí podemos.

Sabemos que Cristo es Dios y hombre. Es verdaderamente el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; verdaderamente hombre de la descendencia de David y nacido de la Santísima Virgen María. En esta capacidad nos enseña como Dios y, nos invita a amarlo como Dios. Para llegar al Padre debemos hacerlo por medio del Hijo. Amar al Padre es amar al Hijo.

Por lo tanto somos todos invitados, a amar a Cristo con todo nuestro ser. Debemos seguir a Jesucristo sin importarnos lo demás, si El así nos lo pidiera. No nos pide siempre este sacrificio supremo, porque nos ha enseñado como podemos cumplir todo lo que nos ha enseñado, sin negarle a Él, nuestro amor.

San Pablo nos dice claramente que no importa que es lo que hacemos, si comemos, ayunamos, si dormimos o estamos alerta, si trabajamos o jugamos etc. Siempre y cuando todo lo que hagamos lo hagamos por el amor de Dios. De esta manera podemos poseer y disfrutar todo lo que Dios ha creado siempre y cuando todo lo hagamos por amor a Él.

Dios al ser infinitamente bueno es, por lo tanto, infinitamente fácil de ser amado, sin embargo, nosotros como creaturas limitadas, somos incapaces de amarlo infinitamente. Por lo tanto, es imperativo que lo amemos con toda nuestra capacidad posible. Debemos amarlo completamente, con un amor preferencial. Debemos amarlo mucho más que a nuestros padres, esposa, hijos, amigos y más que a nosotros mismos.

Concluyamos erróneamente que no podemos amar a nadie más porque sólo podemos amar a Dios. Cristo nos señala que el Segundo Mandamiento es como el primero, amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Dios nos dice que nos amemos primero a nosotros y luego amemos a los demás de la misma manera. Debemos amar todo lo que Él ama de la misma manera que Él lo hace. Dios, de acuerdo a las Sagradas Escrituras, no odia nada de lo que ha creado. Sólo odia el pecado, y este, no es Su creación.

Todo lo que Dios ama tiene una referencia a sí mismo y más precisamente es El a quien El ama, en todo lo que ama. Los seres creados al no ser nada en sí mismo, no tienen nada para ser amado, excepto lo que Dios ha puesto en ellos. Dios ha establecido en el hombre, que está hecho a Su imagen y semejanza, los mismos deseos que reinan en Si mismo. Es precisamente en esto, en que debemos asemejarnos a Dios.

Esto es lo que constituye nuestra bondad moral. San Agustín nos dice que nuestro amor ya sea bien o mal regulado forma lo bueno o malo de nuestra moral. Y la regla de nuestro amor debe estar tomada, únicamente de Dios.

Vemos el Segundo Mandamiento, de amar a los demás, como nos amamos a nosotros mismos, reforzado en la epístola de san Pablo para este día.

“Os ruego yo, que procedáis dignamente en la vocación a que habéis sido llamado, con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándoos los unos a los otros con caridad, solícitos a guardar la unidad del espíritu con el vinculo de la paz. Ser un solo cuerpo y un solo espíritu.”

Dios se ama a Si mismo, de tal manera que, sólo ama por Si mismo, cualquier cosa que ama fuera de Si mismo. Nuestro amor debe ser de la misma naturaleza, no en lo infinito, porque eso es imposible, es decir que debe ser soberano; es decir, el principio y el fin de todos nuestros deseos, el amor de Dios, por lo tanto, debe extenderse a todo lo que amamos fuera de Dios, debe ser el motivo, la regla, y el fin de todo nuestro amor.

Para empezar con nosotros mismos, el amor a nuestro cuerpo y todas las cosas relativas a este, debe ser en referencia al amor de nuestra alma, y el amor a esta debe ser en relación al amor que tenemos a Dios, luego entonces, sólo amaremos nuestra alma en la manera que amamos a Dios, con el amor que Dios la ama, con el mismo punto de vista y por el mismo fin que Dios la ama. Cuando el amor a nosotros mismos está bien regulado, el amor a nuestro prójimo será de la misma manera regulado.

De la misma manera que deseamos complacer a Dios y regresarle su amor al unir nuestra alma con El, así es como deseamos complacer a Dios ayudando al alma de los demás a que hagan lo mismo. El amor a los demás que no tiene relación con su salvación eterna no puede ser considerado como amor. Muy por el contrario, tal “amor” que sólo busca un placer o comodidad personal, permaneciendo indiferente a la salvación eterna de quien decimos amar, no es otra cosa más que lujuria.

Vemos, luego entonces que, Cristo no ordena dos amores diferentes, sino uno sólo que cubre los dos primeros mandamientos. El amor a nuestro prójimo debe ser el mismo amor que tenemos por Dios (no que debemos amarlos como dioses), debemos amar todo lo que Dios ama en la manera que El lo hace. Es decir que el amor a nuestro prójimo inicia y termina en el amor a Dios. Porque Dios tanto los ama que los ha creado y mantiene en esta existencia y además que, ha muerto en la Cruz por ellos, como lo ha hecho con todos nosotros, esto nos muestra que tan valiosos somos para El. Luego entonces debemos nosotros de esta misma manera amar a nuestro prójimo.

Con este amor tan singular que iniciamos en Dios y lo reflejamos en toda Su creación nos encontramos centrados con todo nuestro ser en Él mismo.

Así sea.