Saturday, August 30, 2008

Domingo 16. Después de Pentecostés

31 de agosto de 2008

Queridos Hermanos:

Después de que Jesucristo hubo sanado al hombre hidrópico en sábado, se dispuso a sanar a los fariseos del mal espiritual- El orgullo
Porque todo aquel que se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado. EL orgullo es un mal terrible. Es como un virus que infecta todo lo que toca. Es tal vez peor, ya que es muy astuto en disfrazar su presencia. Es capaz de presentarse como obras buenas o virtuosas. El orgullo muchas veces se presenta a nosotros como una virtud.
El orgullo nos hace exaltarnos a nosotros mismos, cuando buscamos ser más de lo que realmente somos, es cuando somos orgullosos. En cuantas ocasiones una mujer se llena de maquillaje y llena de arreglos su cuerpo con la ilusión de sentirse hermosa cuando en realidad no es más que el hazmerreír, de todo aquel que la ve. O en la vida espiritual, algunos llenos de orgullo hablan de cuestiones piadosas y oran, para que los superficiales los observen y concluyan que son santos.
Frecuentemente son aquellos que buscan los primeros lugares y desean ser honrados y respetados más allá de lo que realmente merecen.
Este orgullo nos hace recibir toda la gloria de lo que hacemos hacia nosotros mismos en lugar de Dios, quien es la fuente de todo bien. Debemos recordar que Dios permite todo el fruto o utilidad de todas las cosas, sin embargo, se reserva para Sí mismo toda la gloria y honor. Debemos honrar y glorificar a Dios en cada cosa aun cuando se nos permite el privilegio de usar y ganar los beneficios de todas aquellas cosas que Dios nos ha dado. Como lo dice san Pablo: “Soy lo que soy por la gracia de Dios”.
EL hombre orgulloso tiende a rechazar a su prójimo, se imagina ser mejor o mayor, cuando en realidad no tiene nada que pueda reclamar como suyo. También debemos considerar que nuestro prójimo ha sido creado, nutrido y redimido por el mismo Dios que a nosotros. Es pecaminoso rechazar lo que Dios ha creado a Su propia imagen y semejanza, y ama al grado de ofrecerse a Si mismo en la cruz por sus pecados.
Entendamos que no hay nada más detestable, ante los ojos de Dios, como el orgullo. Cristo no tuvo otra cosa más que compasión por los grandes pecadores. De inmediato perdona a la mujer publica María Magdalena, al publicano Zaqueo, y al ladrón en la cruz. Sin embargo, Cristo fue muy severo con los Escribas y Fariseos. Se refiere a ellos como nido de víboras e hijos del demonio, todo debido a su orgullo.
El orgullo atrae sobre nosotros la cólera de Dios. Las humillaciones del hombre orgulloso son terribles tormentos en la eternidad, sin embargo la miseria del hombre orgulloso se puede ver aún en este mundo. El hombre orgulloso es un hombre miserable, dice san Agustín: EL orgullo engendra la envidia como a su hijo legitimo, y la mala madre siempre está acompañada de su hijo”. Cuando el hombre orgulloso ve como estiman a los demás y el mismo desairado, la envidia y el coraje se engendran en su corazón; se incomoda, se aleja de su alma la paz, para sólo sentir mal humor y descontento.
El orgullo nos roba los meritos de la eternidad. Cuando el hombre orgulloso hace alguna cosa lo hace para su propia gloria y honor, busca el reconocimiento humano. Nada hace por el honor y gloria de Dios. Busca lo vano y pasajero. Nuestro señor le dice: Ya has recibido lo que te corresponde y no esperes recibir nada más en la eternidad.

San Bernardo dice que para poder mantener el espíritu del orgullo alejado de nosotros debemos cuestionarnos, ¿Qué fuimos? ¿Qué seremos? Recordemos de dónde venimos y avergoncémonos.
Reflexionemos también sobre la verdad que nos señala que Cristo y los santos fueron humildes.
No digamos nada sobre nosotros mismos, sin razón alguna, que pueda redoblar nuestro honor, no hagamos caso a las alabanzas de los hombres y los aplausos del mundo, porque todos son vanidad. Por el contrario hagamos un esfuerzo por lograr alabanza de Dios sobre nuestras virtudes, porque sólo esto tiene valor.” Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce”. (1 San Pedro 5:6)

Así sea.